Suele enunciarse que las potencias económicas, armadas, los son porque tienen su basamento en el desarrollo de la ciencia y la tecnología.
Los hechos apuntan más al factor miedo que al de la conciencia política de la importancia de la ciencia. Remontémonos al “bip bip” que emitía el primer satélite artificial puesto en órbita por Rusia en formato Unión Soviética. Los hacedores de opinión pública en Estados Unidos y el occidente, en general, llenaron la mediósfera de “hoy es un bip bip, mañana será una bomba atómica”.
En la esfera del presupuesto gubernamental y los financiamiento de Estados Unidos a la ciencia fueron casi ilimitados. Ya desde el proyecto Manhattan -desarrollo de la bomba atómica- se veía venir que tratándose de superar al enemigo (el que sea o que se invente) habrá el presupuesto que sea necesario. También fue un miedo, mismo que surgió en los físicos, quienes contagiaron al presidente Roosevelt, sospechaban que los nazis desarrollaban un arma basada en la liberación de energía. No pasó de ahí, sospechas.
Por causa del Sputnik 1 no se escatimaron presupuestos ni apoyos a la investigación y a la educación en general, se consolidaron instituciones como la National Science Fundation (NSF) e inclusive brotó la disciplina de la Sociología del Conocimiento, muy poco después se cimentó la Agencia Espacial Estadounidense (NASA).
El dominio del pensamiento único iniciado por la ministra británica Thatcher y el presidente estadounidense Reagan, a raíz del colapso de la URSS, ha tenido su correlato en la paulatina pérdida de interés y desatención de las élites del poder occidental en el desarrollo de la ciencia y la tecnología, ¿ya no hay enemigo, entonces, para qué queremos ciencia?
Ya hemos dado cuenta en esta columna de los temores de los científicos europeos y británicos por desapego de las burocracias al financiamiento a la ciencia a causa del Brexit. De igual forma, hemos dado cuenta de la negativa de la mayoría de las revistas arbitradas a sancionar investigaciones y científicos rusos, por la xenofobia inducida por las élites y sus medios de comunicación.
A principios de julio se reunieron en Madrid las países de la OTAN, los políticos determinaron que Rusia es una amenaza presente y China la del inmediato futuro. No es de primeras planas en los diarios, ni teasers de radio y televisión, pero tales miedos también tienen sus efectos en la ciencia, la tecnología y la innovación.
Investigadores estadounidenses han perdido acceso a laboratorios, fondos económicos y personal de investigación por los viajes que han realizado a China. Otros investigadores estadounidenses, de etnia asiática, reclaman estar siendo tratados como espías a los que hay que cazar, según reporta Jenny J. Lee en el número del 19 de julio del portal Nature. De igual forma, el portal de preimpresos científicos CS Wagner y X, de la Universidad de Cornell, describe que la cantidad de colaboraciones entre China y Estados Unidos ha disminuido considerablemente en los últimos cinco años.
Según Lee, el enfoque político de Estados Unidos se ha centrado en combatir el robo de inteligencia, mientras los científicos se enfocan en las oportunidades perdidas para producir conocimiento. Los científicos forman vínculos internacionales sobre la base del interés de su investigación, las políticas de la burocracia gubernamental son desaciertos y obstáculos para la colaboración de científicos destacados.
La articulista concluye que la confianza de los científicos en sus instituciones se ha erosionado, se sienten atacados en vez de ser consultados. Los impactos, agrega, deben evaluarse y equilibrarse para que las políticas públicas lo mismo apoyen la investigación abierta, así como la seguridad nacional. Las colaboraciones con los científicos chinos no deben tratarse como delincuencia. Las medidas drásticas para acabar con el miedo al robo de la propiedad intelectual están frustrando la competitividad (científica) de Estados Unidos, concluye.